viernes, 31 de diciembre de 2010

últimas palabras

Miles de imágenes pasan por delante de mí.
Una tras otra.
Es una cinta que corre cada vez más rápido. Veo lugares, sol, pasto, árboles, casa, las caras que hoy veo, y las que he visto toda mi vida.
Es como estar antes de morir, donde dicen que puedes ver toda tu vida en un segundo. 
Pues así me siento. 
Me emociono con pasión, como ahora,  con la diferencia  que ahora me controlo. 
Esto me pasa antes de partir.
Estoy escuchando música y siento una sensación única, que literalmente recorre el cuerpo y me hace sonreír con los ojos cerrados.
Solo en mi pieza.
El pecho vibra y no sé por qué, pero mis ojos quieren llorar. 
Es como cuando miro el cielo de un año nuevo, todo iluminado por los fuegos artificiales.
Algo sucede en esos momentos propios, íntimos, donde recuerdas y un par de lágrimas dibujan una línea que llega hasta el mentón.
Ojos que no lloran por pena, ni tampoco por alegría, sino por amor.
Y es ahí cuando la cinta empieza avanzar y avanzar.
Me voy despidiendo de a uno, como si fuera a morir.
Los abrazo y los beso, para que siempre me recuerden.
Una sonrisa.
No saben cuánto los quiero.
Qué feliz soy.

martes, 28 de diciembre de 2010

Fiestas


"Vístase bien po perrito. A mí me gusta verlo bien vestido para navidad" me decía mi madre. "Déjalo tranquilo" respondía la voz de mi padre, por algún lugar del patio se escuchó. Yo vestía como lo estaré los próximos dos meses de mi vida (primera pinta de izquierda a derecha). Roñoso. Con una camisa que amo, pero tiene mil quemaduras y manchas, y con una bermuda casera del mismo tiempo. Serán estas mis pendejadas, mis mañas, mis rituales, parte de un espacio más crítico de mi carácter. Ni idea.

Si no es ahora, será más adelante. Pero, sin duda, nunca igual como ahora. Me voy para recordar, producir lo que quiero, encontrar las luces que siento tocar. Florecer de nuevo. Reencarnar todas mis vidas en este envase, vía mía, mi medio. Saltar de cuerpo en cuerpo y recorrer todo el Universo, Dios, donde he vuelto mil veces. Listo para responder a un nuevo llamado y ponerme a  trabajar, o sea, simplemente a vivir.

Me voy convencido de que voy en buen camino, tranquilo. Pactadas todas mis dudas, tomo mi mochila y la lleno con: 3 camisas y 3 poleras, 1 jeans, 1 pantalón de tela, 2 pares de chalas y las tillas de futbol. Lentes de sol. Un sapito para guardar las monedas y un cigarro en la boca. La polera de Chile-mundial 98. 1 polerón. 1 abrigo. Para vivir: 1 plato, servicios, 1 cuchillo. Cocina. 8 Gases. 1 ollita. El mate, 1 termo y la hierba. Para no ser weón: 1 linterna y pilas. Todo dentro de una bolsa en donde va: 1 sepillo de dientes, tijeras y mil chucherías. Perfume. 1 puro. Saco de dormir de 700 gramos y una toalla Doite pro. 1 sombrero. 

Para la mente: llevo 1 cuaderno empastado y en blanco. 1 agenda. 1 libro: "Las Venas Abiertas América Latina". Oportuno. 2 Lápices. Llevo: mi cámara de foto, cargador, 2 baterías, 1 cable usb, 1 memoria de 2 gb y 1 de 1 gb. Poco. Bolsito para que pase piola. Todo esto, dentro de un bolso negro en donde cargo mi vida. Por el momento. Una frase en una peli que dice "la vida es lo que pasa entremedio de los planes". Gringos. Y, claro, también va Juampo, mi oso. Destino: conocer mis tierras. Colombia.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Vector

Otra ocasión en la que he visto mi futuro exacto, fue como a la misma edad. Era  navidad del 95, jugaba con una porotera que me llevó tardes enteras de construcción y modificaciones que incrementaron su poder de fuego. Al final, no ocupaba una botella, sino, un tubo de pvc y globos. Unas vueltas con cinta aislante y listo. Con el tiempo, ya tenía un mango y si apuntabas con ella, dabas miedo. Luego, el cañón pasó a ser más grande que su base, desde donde salía dispara la piedra. En manos de cualquier niño, era un arma mortalmente intimidante.

Así, jugaba solo de noche, a eso de la una de la mañana, en medio de la calle. Sólo escuchaba las copas y voces que salían de las casas de mi cuadra. Y a lo lejos, al fin de mi calle, Bilbabo. Descargaba una, dos, tres piedras seguidas por repetición y acompañadas por algunos sonidos extraños que emitía. ¡Tusf! ¡Tusf! Las piedras se iban enterrando en un pedazo de plumavit que se había volado de su bolsa de basura. 

Después de los tres disparos, pensé qué pasaría si una de las piedras rebotaba y me daba en el ojo. Al mismo tiempo en que lo imaginé, la cuarta descarga iba con la máxima potencia que mi arma había alcanzado. La piedra rebotó y me dio de lleno en el ojo. Solté el juguetito y me llevé las dos manos al ojo, presionaba. "Me habré quedado ciego" hasta me pregunté. Después de un dolor desesperadamente incesante, abrí mi ojo cubierto por una lágrima que costaría mucho en caer.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Otro sueño

Todos salieron antes que nosotros. Mi padre y yo tuvimos que viajar a Colina, si es que ese lugar se podía reconocer como Colina. Quizás, Colina, pero de hace 100 años atrás. Viajamos a pie y en tren para ir a buscar un auto fúnebre. Era bastante exótico, de color rosa crema, y, más bien, era una  carroza deportiva. "Aquí estamos, éste es" me dijo mi padre. El carro se posaba bajo cuatro palos y un latón de sic a modo de techo. No sé a quién esperábamos. El piso estaba cubierto de  barro y paja. En vez del auto, debía haber un caballo allí.

Es el primer recuerdo que tengo de hablarle a mi viejo con tanta espontaneidad, soltura y libertad de vocablo y temáticas. Antes era: Sí, Señor. No, Señor. Algo así. Desde el lugar podíamos ver los terrenos loteados sobre unos grandes bloques de piedra. "Cómo se construye sobre piedra. Será tan fácil como me lo imagino" pensé. Subimos a  ver una de las casas. Para mi sorpresa, una era  de la familia de Alekos, un compañero del colegio. En la cocina charlamos, mientras Alekos se movía de allá para acá, preparándose unos potes con comida. 

Titulado de arquitectura- dijo.

Qué bien. A mí me queda poco.

A qué rato- se entrometió la madre de Alekos, reluciendo la claridad mental de su hijo y dejándome entre el común popular de la gente. Recuerdo que también lo hacía cuando me subía al auto. Resulta que yo me iba a pie y ellos en auto y bajábamos todos por el mismo lado y un día ofrecieron llevarme. Cada vez que me subía en ese auto, la madre de Alekos miraba hacia atrás y yo lograba sentir el peso de su vista despectiva. "Este niñito no debería juntarse con mi hijo" creo que pensaba. Prejuicios. 

No sé a dónde se fue mi viejo, creo que tomó una moto y partió. Yo iba sobre la mía, y atrás de mí, una chiquilla amiga mía que sabía andar muy bien en moto. Yo iba aprendiendo y ella me gritaba las instrucciones que con un acto mecánico ponía en práctica y mi moto aceleraba. Quiero tener una moto así de pesada entre mis piernas. Vamos bajando por unas calles, claramente fuera de Santiago, por las que ya había pasado antes. Quizás en otros sueños. De hecho.

Llegamos a la casa de día. Entré a mi pieza que compartía con Matías, mi hermano. En la pared, colgaba una cruz que penaba siempre. Esta se movía de un lado a otro. Pena. Me han penado toda la vida y ya no me asusto como cuando era más chico. Ahora es hasta normal. Salí de la pieza y recorrí por toda la casa de madera, y por las innumerables piezas que tiene la casa, en búsqueda de Matías. Lo pillé en una salita cerca de la cocina, con un par de amigos: camilo y el goyo, y estaba mi madre. Todos comían sushi. Al verme, las vistas despreocupadas y poco formales de los amigos de mi hermano, ya me resultaban normales. No pescan. Son más grandes y qué les va decir un pendejo 5 años menor que ellos. 

Matías la cruz se está moviendo de nuevo- le dije.

Y qué querí que haga- me respondió con su tono, cara y quitando la vista como lo hace siempre. A modo de que lo deje de molestar. Cumplía su labor de hermano grande, o sea, no pescar al hermano chico.

No sé po, regalémosela a alguien por último- le dije.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Testamento

Me voy a viajar y es lo mejor que puedo hacer. Un respiro. Me voy para volver y saber, sentir, mirar, oler y palpar el imperio espiritual de mi ser. Lo construyo a diario. Volver en el punto más alto de mi arquitectura, coronándola con un ladrillo. Hoy más que ayer y con cada hoy, siento más fuerte el amor. Amor a la vida. Amor a elegir sin comparar, sólo tener y compartir. Todo y sin peros, hasta que ya no me pueda los ojos. Ventana de la vida. Pasado, presente y futuro a cada pestañar. Maldita. Me delata. Me voy a escribir, leer y sacar fotografías a cada cosa que acose mi atención. Brindo por salud. Hay que saber vivir por uno, para seguir haciéndolo. Aprender a dar y quitar. A dar a quienes quieras y quitar cuando duela. El amor, la amistad y el mismo dolor. Me gusta escribir así. Sólo dejar llevar. Menos palabras entre puntos y con un beso y ya. Vivir, bailar, tomar, fumar, mirar el cielo y sonreír, cantar y sentir. Amo, vivo y muero por el cuerpo de una sola mujer. Sólo quiero despegar y subir, escalar a pie pelado y mirar abajo y no ver el fin. Sólo subir, para sentarme y meditar. Bajar, tocar la tierra con los pies. Volverme a conectar. Los teléfonos y sus mensajes, internet ya no me sirve. Feliz. Me voy sin decir adiós. Creo que es mejor así. Si volveré para abrazar, besar y sonreír. Sería tonto si no. De lo contrario, señores, pueden ir a mi  casa, entrar a mi pieza y llevarse lo que más les guste, a modo de recuerdo.

domingo, 12 de diciembre de 2010

reportaje


La enfermedad que nunca sana

Javier Phillips peleó contra tres enfermeros. Un minuto antes, revisaba los mensajes y llamadas de su celular, apoyado sobre una mesa, en una de las salas del Hospital Psiquiátrico de la Universidad de Chile. “¡Suéltame concha tu madre!”, le gritaba a un enfermero que lo inmovilizaba por la espalda, tomándole los brazos. Otros dos, lo tomaron de las piernas, cuando Javier les contestó con patadas en la cara. Le sacaron las zapatillas, los collares y el cinturón. “¡Mamá, dile que me pasen mis cosas!” Llorando le gritó a sus padres, que a diez metros de él, abrazados, sólo miraron cómo a su hijo lo arrastraron hasta cruzar dos puertas blancas, donde ya no se escucharon más sus gritos.
Según el Hospital Psiquiátrico de la Universidad de Chile, unas ochenta personas son diagnosticadas al año, bajo la condición de esquizofrenia, enfermedad que nunca sana. Éste es el caso de Javier Phillips, que el año 2004 fue internado a la fuerza con el diagnostico de esquizofrénico Paranoide. Esta condición aparece sólo entre los 20 y 22 años. Javier tenía 20, recién cumplidos. Los síntomas son discretos: apariencia, lenguaje, afectividad, ánimo e inteligencia parecen normales. Pero cuando se desarrolla el cuadro esquizofrénico, los delirios son: de grandeza, persecución y de autorreferencia (piensa que lo observan, vigilan, que están hablando de él). Cuando a Javier le cambió el “clic” en la cabeza, no dio señales en su casa. No le contó a nadie.
El año 2003 Javier acabó su vida escolar, para comenzar su primer año en la Universidad. No todo era estudio. Ser mechón implicaba conocer gente nueva y muchos carretes. Una noche cualquiera, descalzo, echado sobre el sillón de la casa de un compañero, vestido con unos pantalones de lana con muchos colores y una polera blanca de algodón con el cuello cortado, prendió un pito. Tiene el pelo de color castaño, largo hasta los hombros, cruzado por un cintillo en la frente, y tiene los ojos verdes. Sonrió y se le vieron las dos paletas, como los dientes de un conejo. Tomó cerveza de la botella y la dejó en la mesa. Se echó hacia atrás y apoyó la cabeza en el sillón.
Justo en ese momento, en una fracción de segundo, algo sucedió dentro de la cabeza de Javier. “Weón, estaba con los ojos cerrados, cuando en mi cabeza, algo hizo clic. De un segundo a otro, tuve la revelación de mi vida: las personas hablan en códigos. Todo lo que decían no es real”, recuerda Javier sobre la primera vez que se manifestó su enfermedad. Esa noche, Javier llegó a su casa, pero durmió.  Se quedó sobre las sábanas de su cama, inmóvil, en posición fetal.
Pasaron dos meses de aquel día y Javier no salía mucho de su casa. En las mañanas, se levantaba, caminaba por el living, la cocina, apoyaba las yemas de sus dedos sobre la mesa y las deslizaba lento por la superficie. Aún vive con José, su hermano chico. Cuando él se levantaba, Javier se ponía activo: cocinaba, conversaba, ponía la mesa para el desayuno. Según José Phillips, su hermano no desayunaba y se sentaba a preguntar a quienes conoce, amigos, tías, amigos del papá. José empezó a sospechar de Javier, cuando los “desayunos eran muy frecuentes” y parecían más un interrogatorio, que una conversación normal. Javier preguntaba tanto, para encontrar algún signo en las respuestas, alguna mentira, un error de concordancia.  “Todos me mienten” pensaba.
A fuera de casa, Javier se sentía dentro de una película. “En algún minuto creí que era el personaje principal de un gran show televisivo, como en la película “The Truman show” cuenta. Un día salió con su padre al supermercado, cuando entró a la tienda, por el alto parlante sonaba una canción de Pancho en Piedra, llamada Viejo diablo. “No me hagas sentir mal, cortando mis alas, no me hagas sentir mal” Javier le cantaba al oído a uno de los guardias de seguridad. “Cuando el guardia me miró, yo le sonreía con cara de idiota. No le dije, pero quería gritarle ¡te pillé weón!” Creía que todo el supermercado estaban confabulando en contra de él, distrayéndolo con música, para evitar que Javier se enterara de que todo era una farsa: su vida, el amor, sus padres, el sistema.
De hecho, no podía salir solo a la calle. Si alguien lo miraba de reojo, Javier le gritaba “qué mierda me miras. Sé lo que estás pensando de mí. Deja de mentirme. Sé que tú y todos lo saben”. Bastaba una conversación entre dos niñas en un paradero, que miraran a Javier, para que se exaltara y empezara a maldecir a la gente. Aquí, Javier cayó en la paranoia y la autorreferencia. Javier sintió pánico, porque todo el mundo hablaba de él. Literalmente, Javier estuvo imposibilitado médicamente para compartir en sociedad.
Javier le contó a su padre, quien lo llevó al Hospital Psiquiátrico de la Universidad de Chile. Ante una comitiva de doce psiquiatras, partió su tratamiento médico. Su punto más crítico, lo alcanzó cuando Javier se creía Dios. Él sentía que las personas vivían en una farsa de la que solamente él, los podía salvar. “Sentí tanto amor. Mi espiritualidad se elevó. Veía a todos muy pequeños, caminando tristes por la calle. Quería era ayudar a la gente” cuenta. Javier alcanzó el síntoma de grandeza.
Para Javier Phillips padre, la situación lo desbordó. “Me sentí incapacitado de ayudar a mi hijo. Lo único que podía hacer, era ir a verlo a diario y preguntarle si se había tomado los remedios” cuenta mirando al piso, con los brazos cruzados. Por lo mismo, un día el padre de Javier le dijo “acompáñame a la clínica, vamos a la Chile, hacerte unos exámenes. Vamos con tu mamá”. Anteriormente, habían ido varias veces, pero esta vez, Javier no saldría del complejo psiquiátrico.
 La primera noche Javier durmió sedado. Despertó en una pieza con las murallas acolchadas, descalzo y atrapado dentro una camisa de fuerza empapada por saliva. Los últimos cuatro meses del encierro, fueron los más fuertes. A la cabeza de Javier, le pasaron corriente de cien a cien. Le aplicaron la Terapia Electro Convulsivante o de electroshock. Once veces. Consiste en producir convulsiones a nivel cerebral, para romper las sinapsis (ideas) entre neuronas.
Javier estuvo parado frente a una puerta blanca, solo, descalzo y con una bata blanca. Las puertas se abrieron. “Habían dos enfermeros. Había una máquina parada junto a una camilla y foco de luz gigante, nada más. Me acosté en la camilla, me ataron de las muñecas y los tobillos. Una cinta de cuero apretó mi pelvis a la camilla. Uno de los enfermeros me puso una mascarilla y me dijo que respirara fuerte, y ahí, me dormí”.
Hace seis años que dejó el hospital. Ahora camina tranquilo por la calle, cargando su guitarra. Ya no ocupa cintillo y tiene el pelo. Viste con unas zapatillas negras, un pantalón café y un chaleco de lana verde.  Saluda con una sonrisa y un apretón de manos. Es una persona normal, pero aún debe tomar medicamentos. Si a Javier alguien le pregunta ¿has vuelto a pesar cosas? Él te respondería “De repente, se me vienen algunas ideas locas. No tanto como antes. Pero mejor olvidarlo al tiro”.

perfil


Tras los burritos: trabajo fácil

Personalmente lo conozco por el nombre de Don Pepe, pero en verdad,  son muchos los apodos que se le pueden entregar a una persona que vende marihuana. Tampoco se pregunta. Hoy soy copiloto de un dealer de weed que maneja una Citroen pick up con techo y puerta trasera, del año 95 y de color rojo. El piloto viste un buzo azul Adidas, con líneas blancas, zapatillas blancas y una polera de Colo Colo. Los lentes negros le cubren hasta las cejas. Dos dedos más arriba, parte su pelo largo hasta el culo, negro, crespo, sucio. Hay atrapados muchos pedacitos de algunas cosas, como papel o migas. De piel morena,  tiene  varios lunares en la cara, pero tiene uno en particular, grande, en el labio superior del costado izquierdo de la boca. Sin bigote,  ocupa un chivo con muy pocos pelos. Me mira, le pega una gran calada a un caño del porte de un tiparillo. Está manejando y su mano derecha guía el volante, con la otra fuma. Una sonrisa deja salir el humo que es aspirado rápidamente por el aire de la ventana. Tiene los dientes amarillos. Vuelve a fumar del pito, y al mismo tiempo, vuelve la vista al camino. En la calle sólo sería un hincha más del Colo. Quizás algún dirigente de barra blanca.

            En dirección a Huechuraba, bajando por la Pirámide,  suena uno de los dos celulares: almeja uno y almeja dos. Están sobre los compartimentos que tiene el auto para dejar vasos, colillas o cassettes. Con tres cuartos del caño apagado en la boca, Don Pepe toma el celular almeja y contesta. “Aló, sí con él (luego un silencio). Ya, voy llegando en 10. OK” y cierra la almeja de un golpe. Pasado el Salto, el auto se mete a la  caletera y luego a una calle con varios pasajes. Apaga el motor y a esperar. Don Pepe tiene 36 años y ha vivido de la marihuana desde los 15. Sólo hace tres años que fuma. Vende lo que compra en el campo. Dice que “cerca de la costa pa’ al norte, te pasan un saco de papas lleno de marihuana, igual de pesado, 20, 30 kilos”. Prende el pito estirando la trompa para no quemarse,  con una de las manos cubre el fuego para que no se apague. Todo está fríamente calculado: 1 gramo son 2 pitos y en sus paquetes de 10 mil pesos, él  vende 3 gramos. El auto se llena de humo, el olor se impregna en la ropa y no se escapa. A lo lejos se escucha la carretera y su rugido, pero la atmósfera se interrumpe por un carro tirado por un caballo. Una gota de sudor recorre la frente de Don Pepe, que con el pito apagado, mira sus dos costados. Está esperando un “burrito”. Deja la cola en el cenicero.

            De la nada, aparece por la ventada del pilota un tipo, más bien un adolescente de unos 19 años. Flaco. El pelo largo hasta el mentón, cubre una cara blanca. En la boca, carga un cigarro y el humo le entra a un ojo. Lo cierra un par de veces. Anda en una bicicleta azul, de estas viejas, con ruedas delgadas, el manubrio doblado hacia abajo en cada costado y los cambios de velocidad en el marco de la bicicleta. Se apoya en la ventana y dice “cómo le va pepe, dígame qué me cuenta”. Antes que el dealer responda, el chico mete la mano dentro del auto, pasándole un turro de billetes a Don Pepe. Por lo bajo, serán 300 a 400 mil pesos en billetes de a diez. “Ahora bien po” responde y recibe el fajo. Don Pepe sentado, se gira y de atrás de su asiento, entre papeles, palos, poleras y basura, saca una bolsa negra, chica, como bolsa de pan de panadería. “Está llena” le dice al joven y éste le responde que “ya, yo creo que la misma, pero el próximo viernes. Te llamo” le dice a Don Pepe, que estaba prendiendo un pucho mientras el joven le hablaba. Después de pegarle una pitiada, le dice “Oka” y prende el motor del auto. Por la ventana del piloto, se aleja el burrito sobre su bicicleta vieja, va lento y la bolsa con marihuana se menea y cuelga del manubrio, tal cual como una bolsa llena de pan calentito.

            El auto sale a la caletera, espera un retorno y el auto va de vuelta por Vespucio, ahora subiendo por la Pirámide. El auto está sucio, hay boletas y papeles repartidos por todo el piso. Bolsas de Mc Donalds y envases de botellas plásticas. Alrededor de la caja de cambios, hay una capa de cenizas que cubre gris el alfombrado color azul del auto. Sin duda, el de un fumador que lo hace manejando y no le importa en absoluto dónde caigan las cenizas del cigarro que se consumen más con el tiempo que lleva prendido, que por las aspiradas. Fuma y maneja, más por instinto que por práctica. En una luz roja, suena el mismo celular almeja, lo mira, no sabe quién es, no contesta. Vuelve a sonar y es el mismo número el que llama. Ahora sí contesta. “Aló, sí, con quién hablo. ¡Ah! ¡Ya! ¡Sí! A las dos. Dale. OK” y cierra el celular con la misma fuerza que en el primer llamado, como si quisiera romper el aparato. Acelera por Vespucio, “ahora hay que ir al otro lado” dice.

           
            Para en la Copec que está en Vespucio con Bilbao, se baja del auto y con una corrida de pasitos corto, como trotando, entra a la tienda vacía. Desde afuera, al otro lado del vidrio, Don Pepe saca su billetera, escarba, la guarda. Sostiene 5 lucas en la mano derecha. La cajera le pregunta algo y él responde con la mano, dice “2”. Saca una lata de Coca Cola de una de las máquinas, la cajera le pasa dos panes de completo y el vuelto. Don Pepe está listo para pegarse un “bajón”. Se demoró más en sacar la plata y pagar, que en comerse los dos completos y tomarse la bebida.  Son la 1:32 PM y el dealer está satisfecho, pero le falta “un poco de motivación”, como le dice él. En el mismo estacionamiento, antes de partir, saca un papelillo y sobre una caja Ziploc llena de cogollos, arma un pito similar al anterior. Sostiene el papel en una mano y con la otra muele un cogollo que va llenando el papel. Muele un segundo cogollo. Distribuye la hierba sobre el papel y empieza a enrollar. Saca la lengua mientras lo hace, como si le costara. Babea el pegamento del papel y listo, enroló más rápido de lo que se demoró en comer los completos. Se sacude la polera del Colo, manchada por unos puntos verdes. Se sacude los pantalones,  y con el pito en la  boca dice “listo, vamos”. Mira hacia atrás y retrocede. Avanza a una salida. Al mismo tiempo que el auto deja la bomba de servicio, entra un auto de los Carabineros que se estaciona justo donde el Citroen estaba estacionado. El dealer ríe de forma burlesca, con el pito apretado entre los dientes dice “¡Jajaja! “Pacos huevones”.
           
Suena la almeja número uno. “¿Aló?” pregunta claro y en seco. “No, a éste no te dije” y corta sin el golpe fuerte y sucesivo que tiene para cerrar el aparato. Ahora Don Pepe va callado, se va tocando la barbilla. El silencio se interrumpe con el rington de la almeja número dos, que no había sonado. “Aló, ya, te paso a buscar a Plaza Egaña en 5 minutos, estoy al lado” dice y corta. Después de un suspiro, se pone el pito que aún no había prendido y que lo estaba esperando. Lo pone en su boca y le prende fuego en la punta. Empieza a humear, fuma y lo vota el humo, como para prenderlo de una, y no volver a ocupar el fuego. Con las ventanas semiabiertas, el auto se nubla entero y desde afuera se nota que alguien va quemando algo ahí dentro. Es prudente bajar el vidrio y así lo hace. Se relaja y fuma moviendo la cabeza como si estuviera siguiendo algún ritmo. Ahí es cuando atina y prende la radio. Busca una frecuencia y se queda con la 88.9, “Radio Futuro, la radio del rock” decía la cortina, mientras Don Pepe cabecea. 

            Llegando a Plaza Egaña camina mucha gente, el próximo comprador podría ser cualquiera. Desde una anciana de 80 años, un borrachito o un caballero de etiqueta podría estar esperando. Pero no, llegando al semáforo suena un celular: “Aló, wn estoy llegando al semáforo en rojo ¿me veí?” pregunta el dealer, pero antes de que le respondan, corta con un golpe la llamada. Se ve en la esquina, un tipo parado, esperando la camioneta que acabaría con su angustia y echaría de nuevo andar su propio negocio. Es un treintón, con pinta de ser uno de esos eternos estudiantes, con barba y pelo largo color castaño sin tomar. Viste con pantalones claros de gabardina, las típicas zapatillas Converse hecha mierdas por el uso, un chaleco verde y carga un morral de lana. Un neo hippie se sube por la parte de atrás del pick up. Por la ventanita que une la cabina con la parte de atrás del auto, aparece un rostro, que en proporción, es más pelo que cara. “Cómo va pepe” le pregunta y antes de todo, le dice “¡OH! Buena dame unas quemadas”, al ver que Pepe fuma. Le pasa el pito y el comprador le da tres a cuatro caladas, se toma su tiempo y después de haber consumido casi la mitad del caño, lo pasa adelante.  “Chucha, estabai angustiado weono” le dice Don pepe y vuelve a fumar del caño.

            El auto baja por Eleodoro Yáñez y en la primera calle chica a la izquierda sirve para hacer la transacción. Don Pepe se estaciona, prende un cigarro y empieza a fumar. La cara del neo hippie sigue ahí, expectante, encuadrada por una ventana mínima. No despega los ojos de su dealer. Espera una señal, pero Don Pepe sólo fuma. Después de un momento con el pucho, gira la cabeza para mirar por la ventanita y da un pequeño salto, al mirar la cara inmóvil de su comprador. “Qué esperai weón” pegunta el jefe.”Pa´ qué” pregunta de vuelta el neo hippie. “Puta pa’ que te bají y te pase la wea” responde Don Pepe, con un tono obvio. “Chucha, dale” responde el tipo. Se escucha el portazo de la puerta de atrás. El tipo se apoya en la ventana y sin decir nada le pasa un fajo muy parecido al que consiguió en Huechuraba.  Sin decir nada, Don Pepe saca una bolsa igualita a la anterior y se la pasa. Éste la toma y la mete en su morral que protege con la mano. “Te llamo en dos semanas más, dale”  le dice el burrito a su jefe y se va caminado. Camina acomodándose las chascas de pelo por detrás de sus orejas.

            Son las 2: 43 y la hora de trabajo para este traficante de marihuana se ha terminado.  Al igual que un cajero automático, por la ventada del Citroen del 95, gastado, sucio por dentro y con todo lo de más, pasaron más de 700 lucas en menos de tres horas. El cenicero cuanta con 3 colillas de cigarro y dos colitas de los pito. Don Pepe repite el ritual: saca su caja Ziploc, un papel y muele un par de cogollos, los distribuye equilibradamente por el papel y enrola. Babosea el pegamento y el pito está listo. Empieza a buscar el fuego. No está a la vista. Busca en sus bolsillos, se escarba con ambas manos mientras sostiene el pito en la boca. Suena un celular. No es ni la almeja uno ni dos, es un tercer sonido. Un nuevo rington. Saca un celular de su bolsillo y contesta: “Aló, sí, mi amor, ahora sí, discúlpeme. Ya, cuénteme, qué quiere. Ya: pan, Coca Cola, mantequilla, leche y un chocolate. Mejor te llamo cuando esté allá. Un beso. Te amo. Chao” y guardar el celular en su bolsillo, terminando otro tipo de tranza: la casa, su casa.

            Antes de prender el motor, se da cuenta que está sentado sobre el encendedor, lo toma y prende el tercer porro en tres horas. Fuma del pito y lo deja reposar en el cenicero. “Me dio sed” dice.  Prende el motor y arranca. Llega a un Unimarc y se baja del auto. Diez minutos después regresa cargando tres bolsas por mano. Apura un poco el paso, va a la parte de atrás del auto, lo abre y mete las bolsas. Vuelve a prender el pito, el motor también. Va camino a su casa, vive en unos bloques cerca del Estadio Nacional. Se estaciona de cola, sube los vidrios a mano. Saca su caja Ziploc y guarda las colas. Se baja del auto y detrás de su asiento saca una mochila. Mete los celulares y la caja marihuana. Carga las bolsas y con la misma mano le pone seguro al auto. Camina hasta la reja del edificio. Sin soltar las bolsas, toca el timbre. Contesta la voz de niña chica, como si aún no supiera hablar bien. Don Pepe contesta:”Aló, mi niña linda, llegó el papá, ábrame la puerta, llame a la mamá”. La voz de la niña dice “ya” y el portón se abre con un golpe eléctrico. Se sierra de golpe y sus piernas se pierden al subir la escalera.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Amor puro

Lay down your arms and surrender to me.
Oh lay down your arms and love me peacefully. Yea.
Use your arms for squezing and please I'm the one that loves you so.
Oh there ain't no reason for you to declare
war on the one who loves you so.
So forget the other boys because my love is real.
Come off your battlefield.
Lay down your arms and surrender to me.
Yea lay down your arms and love me peacefully. Yea.
Use your arms for squezing and please cuse that's the way it has to be.
The weapons you're using are hurting me bad.
But someday you're going to retreat.
Cause my love baby is the truest you've ever had.
A soldier of love that's hard to beat.
Lay down your arms and surrender to me.
Lay down your arms and love me peacefully. Yea.
Use your arms to hold me tight. Baby I don't wanna fight no more. [x2]
Oh baby, lay down your arms. [x7]
Please baby lay down your arms.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Vector

Una vez vi mi futuro inmediato. Recuerdo todo perfectamente. Estaba en el colegio, en el casablanca. Era hora de recreo. 4to Básico. Cielo nublando con garuga.

Estaba molestando al goma, un compañero que parado frente a mí, sostenía un paraguas en la mano.

De un momento a otro, yo estaba con mi mano derecha estirada a la altura de mi cara. A modo de que, si me tira el aparato yo me podía cubrir. Y con la mano izquierda, cubriéndome directamente la cara.

Supongo que le estaba diciendo que no le se ocurra tirarme el paraguas.

Antes de que sí lo hiciera, pensé que uno de los fierros descubiertos por la tela, entraría por una parte de mi mano: entre el pliegue del dedo pulgar y el incisivo.

El goma me tiró el paraguas y una de las puntas se enterró entre los dos dedos, de la misma forma que me imaginé que lo haría: la misma imagen.