Tras los burritos: trabajo fácil
Personalmente lo conozco por el nombre de Don Pepe, pero en verdad, son muchos los apodos que se le pueden entregar a una persona que vende marihuana. Tampoco se pregunta. Hoy soy copiloto de un dealer de weed que maneja una Citroen pick up con techo y puerta trasera, del año 95 y de color rojo. El piloto viste un buzo azul Adidas, con líneas blancas, zapatillas blancas y una polera de Colo Colo. Los lentes negros le cubren hasta las cejas. Dos dedos más arriba, parte su pelo largo hasta el culo, negro, crespo, sucio. Hay atrapados muchos pedacitos de algunas cosas, como papel o migas. De piel morena, tiene varios lunares en la cara, pero tiene uno en particular, grande, en el labio superior del costado izquierdo de la boca. Sin bigote, ocupa un chivo con muy pocos pelos. Me mira, le pega una gran calada a un caño del porte de un tiparillo. Está manejando y su mano derecha guía el volante, con la otra fuma. Una sonrisa deja salir el humo que es aspirado rápidamente por el aire de la ventana. Tiene los dientes amarillos. Vuelve a fumar del pito, y al mismo tiempo, vuelve la vista al camino. En la calle sólo sería un hincha más del Colo. Quizás algún dirigente de barra blanca.
En dirección a Huechuraba, bajando por la Pirámide, suena uno de los dos celulares: almeja uno y almeja dos. Están sobre los compartimentos que tiene el auto para dejar vasos, colillas o cassettes. Con tres cuartos del caño apagado en la boca, Don Pepe toma el celular almeja y contesta. “Aló, sí con él (luego un silencio). Ya, voy llegando en 10. OK” y cierra la almeja de un golpe. Pasado el Salto, el auto se mete a la caletera y luego a una calle con varios pasajes. Apaga el motor y a esperar. Don Pepe tiene 36 años y ha vivido de la marihuana desde los 15. Sólo hace tres años que fuma. Vende lo que compra en el campo. Dice que “cerca de la costa pa’ al norte, te pasan un saco de papas lleno de marihuana, igual de pesado, 20, 30 kilos”. Prende el pito estirando la trompa para no quemarse, con una de las manos cubre el fuego para que no se apague. Todo está fríamente calculado: 1 gramo son 2 pitos y en sus paquetes de 10 mil pesos, él vende 3 gramos. El auto se llena de humo, el olor se impregna en la ropa y no se escapa. A lo lejos se escucha la carretera y su rugido, pero la atmósfera se interrumpe por un carro tirado por un caballo. Una gota de sudor recorre la frente de Don Pepe, que con el pito apagado, mira sus dos costados. Está esperando un “burrito”. Deja la cola en el cenicero.
De la nada, aparece por la ventada del pilota un tipo, más bien un adolescente de unos 19 años. Flaco. El pelo largo hasta el mentón, cubre una cara blanca. En la boca, carga un cigarro y el humo le entra a un ojo. Lo cierra un par de veces. Anda en una bicicleta azul, de estas viejas, con ruedas delgadas, el manubrio doblado hacia abajo en cada costado y los cambios de velocidad en el marco de la bicicleta. Se apoya en la ventana y dice “cómo le va pepe, dígame qué me cuenta”. Antes que el dealer responda, el chico mete la mano dentro del auto, pasándole un turro de billetes a Don Pepe. Por lo bajo, serán 300 a 400 mil pesos en billetes de a diez. “Ahora bien po” responde y recibe el fajo. Don Pepe sentado, se gira y de atrás de su asiento, entre papeles, palos, poleras y basura, saca una bolsa negra, chica, como bolsa de pan de panadería. “Está llena” le dice al joven y éste le responde que “ya, yo creo que la misma, pero el próximo viernes. Te llamo” le dice a Don Pepe, que estaba prendiendo un pucho mientras el joven le hablaba. Después de pegarle una pitiada, le dice “Oka” y prende el motor del auto. Por la ventana del piloto, se aleja el burrito sobre su bicicleta vieja, va lento y la bolsa con marihuana se menea y cuelga del manubrio, tal cual como una bolsa llena de pan calentito.
El auto sale a la caletera, espera un retorno y el auto va de vuelta por Vespucio, ahora subiendo por la Pirámide. El auto está sucio, hay boletas y papeles repartidos por todo el piso. Bolsas de Mc Donalds y envases de botellas plásticas. Alrededor de la caja de cambios, hay una capa de cenizas que cubre gris el alfombrado color azul del auto. Sin duda, el de un fumador que lo hace manejando y no le importa en absoluto dónde caigan las cenizas del cigarro que se consumen más con el tiempo que lleva prendido, que por las aspiradas. Fuma y maneja, más por instinto que por práctica. En una luz roja, suena el mismo celular almeja, lo mira, no sabe quién es, no contesta. Vuelve a sonar y es el mismo número el que llama. Ahora sí contesta. “Aló, sí, con quién hablo. ¡Ah! ¡Ya! ¡Sí! A las dos. Dale. OK” y cierra el celular con la misma fuerza que en el primer llamado, como si quisiera romper el aparato. Acelera por Vespucio, “ahora hay que ir al otro lado” dice.
Para en la Copec que está en Vespucio con Bilbao, se baja del auto y con una corrida de pasitos corto, como trotando, entra a la tienda vacía. Desde afuera, al otro lado del vidrio, Don Pepe saca su billetera, escarba, la guarda. Sostiene 5 lucas en la mano derecha. La cajera le pregunta algo y él responde con la mano, dice “2”. Saca una lata de Coca Cola de una de las máquinas, la cajera le pasa dos panes de completo y el vuelto. Don Pepe está listo para pegarse un “bajón”. Se demoró más en sacar la plata y pagar, que en comerse los dos completos y tomarse la bebida. Son la 1:32 PM y el dealer está satisfecho, pero le falta “un poco de motivación”, como le dice él. En el mismo estacionamiento, antes de partir, saca un papelillo y sobre una caja Ziploc llena de cogollos, arma un pito similar al anterior. Sostiene el papel en una mano y con la otra muele un cogollo que va llenando el papel. Muele un segundo cogollo. Distribuye la hierba sobre el papel y empieza a enrollar. Saca la lengua mientras lo hace, como si le costara. Babea el pegamento del papel y listo, enroló más rápido de lo que se demoró en comer los completos. Se sacude la polera del Colo, manchada por unos puntos verdes. Se sacude los pantalones, y con el pito en la boca dice “listo, vamos”. Mira hacia atrás y retrocede. Avanza a una salida. Al mismo tiempo que el auto deja la bomba de servicio, entra un auto de los Carabineros que se estaciona justo donde el Citroen estaba estacionado. El dealer ríe de forma burlesca, con el pito apretado entre los dientes dice “¡Jajaja! “Pacos huevones”.
Suena la almeja número uno. “¿Aló?” pregunta claro y en seco. “No, a éste no te dije” y corta sin el golpe fuerte y sucesivo que tiene para cerrar el aparato. Ahora Don Pepe va callado, se va tocando la barbilla. El silencio se interrumpe con el rington de la almeja número dos, que no había sonado. “Aló, ya, te paso a buscar a Plaza Egaña en 5 minutos, estoy al lado” dice y corta. Después de un suspiro, se pone el pito que aún no había prendido y que lo estaba esperando. Lo pone en su boca y le prende fuego en la punta. Empieza a humear, fuma y lo vota el humo, como para prenderlo de una, y no volver a ocupar el fuego. Con las ventanas semiabiertas, el auto se nubla entero y desde afuera se nota que alguien va quemando algo ahí dentro. Es prudente bajar el vidrio y así lo hace. Se relaja y fuma moviendo la cabeza como si estuviera siguiendo algún ritmo. Ahí es cuando atina y prende la radio. Busca una frecuencia y se queda con la 88.9, “Radio Futuro, la radio del rock” decía la cortina, mientras Don Pepe cabecea.
Llegando a Plaza Egaña camina mucha gente, el próximo comprador podría ser cualquiera. Desde una anciana de 80 años, un borrachito o un caballero de etiqueta podría estar esperando. Pero no, llegando al semáforo suena un celular: “Aló, wn estoy llegando al semáforo en rojo ¿me veí?” pregunta el dealer, pero antes de que le respondan, corta con un golpe la llamada. Se ve en la esquina, un tipo parado, esperando la camioneta que acabaría con su angustia y echaría de nuevo andar su propio negocio. Es un treintón, con pinta de ser uno de esos eternos estudiantes, con barba y pelo largo color castaño sin tomar. Viste con pantalones claros de gabardina, las típicas zapatillas Converse hecha mierdas por el uso, un chaleco verde y carga un morral de lana. Un neo hippie se sube por la parte de atrás del pick up. Por la ventanita que une la cabina con la parte de atrás del auto, aparece un rostro, que en proporción, es más pelo que cara. “Cómo va pepe” le pregunta y antes de todo, le dice “¡OH! Buena dame unas quemadas”, al ver que Pepe fuma. Le pasa el pito y el comprador le da tres a cuatro caladas, se toma su tiempo y después de haber consumido casi la mitad del caño, lo pasa adelante. “Chucha, estabai angustiado weono” le dice Don pepe y vuelve a fumar del caño.
El auto baja por Eleodoro Yáñez y en la primera calle chica a la izquierda sirve para hacer la transacción. Don Pepe se estaciona, prende un cigarro y empieza a fumar. La cara del neo hippie sigue ahí, expectante, encuadrada por una ventana mínima. No despega los ojos de su dealer. Espera una señal, pero Don Pepe sólo fuma. Después de un momento con el pucho, gira la cabeza para mirar por la ventanita y da un pequeño salto, al mirar la cara inmóvil de su comprador. “Qué esperai weón” pegunta el jefe.”Pa´ qué” pregunta de vuelta el neo hippie. “Puta pa’ que te bají y te pase la wea” responde Don Pepe, con un tono obvio. “Chucha, dale” responde el tipo. Se escucha el portazo de la puerta de atrás. El tipo se apoya en la ventana y sin decir nada le pasa un fajo muy parecido al que consiguió en Huechuraba. Sin decir nada, Don Pepe saca una bolsa igualita a la anterior y se la pasa. Éste la toma y la mete en su morral que protege con la mano. “Te llamo en dos semanas más, dale” le dice el burrito a su jefe y se va caminado. Camina acomodándose las chascas de pelo por detrás de sus orejas.
Son las 2: 43 y la hora de trabajo para este traficante de marihuana se ha terminado. Al igual que un cajero automático, por la ventada del Citroen del 95, gastado, sucio por dentro y con todo lo de más, pasaron más de 700 lucas en menos de tres horas. El cenicero cuanta con 3 colillas de cigarro y dos colitas de los pito. Don Pepe repite el ritual: saca su caja Ziploc, un papel y muele un par de cogollos, los distribuye equilibradamente por el papel y enrola. Babosea el pegamento y el pito está listo. Empieza a buscar el fuego. No está a la vista. Busca en sus bolsillos, se escarba con ambas manos mientras sostiene el pito en la boca. Suena un celular. No es ni la almeja uno ni dos, es un tercer sonido. Un nuevo rington. Saca un celular de su bolsillo y contesta: “Aló, sí, mi amor, ahora sí, discúlpeme. Ya, cuénteme, qué quiere. Ya: pan, Coca Cola, mantequilla, leche y un chocolate. Mejor te llamo cuando esté allá. Un beso. Te amo. Chao” y guardar el celular en su bolsillo, terminando otro tipo de tranza: la casa, su casa.
Antes de prender el motor, se da cuenta que está sentado sobre el encendedor, lo toma y prende el tercer porro en tres horas. Fuma del pito y lo deja reposar en el cenicero. “Me dio sed” dice. Prende el motor y arranca. Llega a un Unimarc y se baja del auto. Diez minutos después regresa cargando tres bolsas por mano. Apura un poco el paso, va a la parte de atrás del auto, lo abre y mete las bolsas. Vuelve a prender el pito, el motor también. Va camino a su casa, vive en unos bloques cerca del Estadio Nacional. Se estaciona de cola, sube los vidrios a mano. Saca su caja Ziploc y guarda las colas. Se baja del auto y detrás de su asiento saca una mochila. Mete los celulares y la caja marihuana. Carga las bolsas y con la misma mano le pone seguro al auto. Camina hasta la reja del edificio. Sin soltar las bolsas, toca el timbre. Contesta la voz de niña chica, como si aún no supiera hablar bien. Don Pepe contesta:”Aló, mi niña linda, llegó el papá, ábrame la puerta, llame a la mamá”. La voz de la niña dice “ya” y el portón se abre con un golpe eléctrico. Se sierra de golpe y sus piernas se pierden al subir la escalera.