Serán las 2 de la mañana y yo estoy flotando desnudo en una de las playas del Perú. Mi nariz es el iceberg de mi cuerpo sumergido. Por mis oídos sólo se escucha el burbujeo del mar. Floto. Mis ojos ven el cielo despejado, negro, con pocas estrellas. Qué paz. Alejado del ruido artificial, vestido, tocado.
El burbujeo empieza a ser más intenso. Más fuerte. Algo se acerca a toda velocidad, pero mi cuerpo se mueve sólo por el vaivén de la marea. Un relámpago cubre mi cuerpo con burbujas. Me toma y me da vueltas, para dejarme en la misma posición: mirando al cielo.
Meterse en bolas al mar, tiene tres momentos realmente increíbles. Uno: cuando te sacas la ropa y quedas tal cual como eres. Parado frente al mar, me sentí chiquito. Corres para que nadie te vea, aunque alguien siempre te va ver. Dos: cuando ya estás dentro y nada te importa. Nadie te va venir a sacar. Y tres: cuando sales del agua.
Personalmente, salí caminando, con el pecho en alto y el balanceo de mi ser suelto como nunca. Un caminar tranquilo, como si estuviera con ropa. Me dirijo a mis pantalones, me los pongo y aquí nada ha pasado.
Un momento después, llega la policía a la playa, con linternas, buscando al nudista que ya cumplió su cometido. Miro desde lejos, con una sonrisa sólo para mí.