Me acosté. Cerré los ojos. Me imaginé todos los colores. Viajé. Distinguí las formas entre el negro y blanco. Todos los matices. El mantra no se detuvo. Una sola voz. El cuerpo sudaba y tiritaba. De estar acostado, me levanté y quedé sentado. Cuando sentí la lucha interna, empecé a seguir el ritmo con el cuerpo. El estómago se apretó. El cuerpo pedía vomitar. Mientras la gestora preguntaba cuánto te había entregado, cuánto le habías entregado, qué le tienes que entregar. El cuerpo se resistía. Entre flatos y saliva no puede. No pude devolverle nada. Olvidé mi cuerpo como si nunca lo tuviera. Había cruzado un puente inimaginable para estar ahí. Sin preguntas. No habían. Después de todo era yo. Estaba ahí para pedir. Para saber. Como lo hacían antes.
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