Si se pudiera comparar a Nancho Ahumada con alguien, sería con Caupolicán. Es igual a un indio mapuche, de cara ancha y tosca, quemada por el sol del Valle de Pisco Elqui. Mide casi dos metros de altura. Viste con chupalla, jeans y una polera negra sin mangas. Uno de sus brazos, son tres de los míos. Parado en la entrada de su camping Río Mágico, recibe y saluda a todos con una sonrisa blanca y un apretón de mano que duele.
"Qué gusto verte amigo" me dijo a penas me vio. Salió de la recepción y caminó con las manos juntas hacia un grupo de 6 viajeros que llegaron justo después de mí. "Qué gusto de verlos amigos" les dijo e hizo el gesto como de abrazar a todos juntos. Los viajeros se ríen, sin importar los bolsos, cajas, instrumentos, bolsas y ese color rojo que cargan en las mejillas por caminar bajo el sol del Valle.
Todos se registraron en el libro: nombre completo, rut, hora de llegada, día, año, mes y firma. Nancho cerró el libro de un portazo. Soledad, la niña que trabaja en la recepción recibió la orden: "Negra, llévate a estos cabros que son más, bajo el sauce. Vo sígueme" me dijo. Me llevó a un lugar con sombra, con mesa y banca, al lado del río. "Tú vay a traer más gente" me preguntó y respondí que sí. "Amigo nos vemos" nos dimos el respectivo apretón de manos y Nancho Ahumada se fue a seguir su trabajo.
Mi grupo ya se había reunido. Estábamos todos en "la playa" echados de espalda, viendo las estrellas. Uno corre. Desde arriba del cerro, en el "mágico pub", se escuchaba la música y se veía la luz del fogón. Subimos y nos recibió Nancho. “La hora de trabajo se acabó mis amigos, pasen, hay chorrillanas, cerveza, vino y todo" nos dijo y entramos a un quincho redondo y de adobe, con ventanales e iluminado con cientos de velas. En el lugar, había una moto estacionada. Era una locación perfecta para una película.
Nancho se sentó con nosotros, habló fuerte y raspado, pedía su comida. "Mujeres, traigan una chorrillana" y las niñas se demoraron el tiempo inmediato en responder. Nancho se paró de la mesa, fue a la cocina, se demoró un minuto y llegó de regresó a la mesa con una fuente de chorrillanas que desapareció en 10 minutos. Se volvió a parar, hizo el mismo recorrido, pero llegó con cinco cervezas de litro y dos pitos gigantescos. Abrió las botellas, prendió los porros y ambas cosas corrieron en círculo.
Había más gente en el lugar, y compartió con todos un poco. Quizás con nosotros más, por que llegamos primeros. En el quincho ya estaba todo el mundo cocido como tetera. También Nancho, que figuraba sobre su moto, con una cerveza de litro que bajó en seis o siete tragos, vestido igual que en el día. Al bajar de la moto, se cayó literalmente de hocico. Se paró de inmediato, subió su cerveza, sonrió con sangre entre los diente y gritó la palabra salud. Se tomó la cerveza hasta acabarla. Sacó rizas, aplausos y más de un silencio de los que pensaron que Nancho estaba borracho.
Bruto, se armo camino hacia la salida, tiró lejos un par de silla. "Voy hacer la fogata" dijo y antes de salir gritó "¡Hoy día soy Jajambo! ¡YAJÚ!" Cuando ya tenía prendida la fogata con una buena llama, tomó un tronco de 100 kilo y lo tiró al fuego. Volvió hacer lo mismo con otro tronco. Igual que las polillas, toda la gente se reunió en torno al fuego. Llegaron los tambores, la guitarra, los didjeridu, melódicas, panderos y las flautas que cuando Nancho empezó a escuchar, volvió a gritar "Soy Jajambo" mientras bailaba, zapateaba el piso y levantaba las manos como si llevara un pañuelo.
Se acabaron las cervezas, se abrieron los vinos y Jajambo ya no tenía rostro. Los ojos no los abría, se le caían las botellas de la mano. Prendía un pucho y se lo robaban uno tras otro. Ya no modulaba. A la fogata llegaron tres guasitos tan ebrios como él. Gritaron su nombre "¡Nancho!" Y a Nancho se le abrieron los ojos, tomó el último trago de su brebaje, pidió el pucho más cercano y se acercó sin el equilibrio del ebrio. "Qué buscan" les dijo fuerte y claro. "Queremos copete" dijo uno de los tres. "No tengo" les respondió. "Puta que te poní weón Nancho" dijo el que le pedía. Fue la última frase del guasito, porque Nancho le pegó un solo cornete en la cara, hacia abajo, aprovechando su porte y peso. Este se quedó donde cayó. "Por la chucha, no me confundai con ese weón, qué wea te pasa weón" le gritó a los dos guasitos que tomaron a su amigo inconciente y corrieron.
Ahí la música paró, algunas niñas se asustaron y se fueron de la fogata y toda la onda se cortó. "Pero no se vayan, sigamos tocando, si hay de todo, por qué se van" preguntaba Jajambo, tranquilo y con un tono suave, mientras juntaba las palmas, como rezando.
Cuando el grupo se redujo, las guitarras y los panderos ya no sonaban y un solo un yembe seguía un ritmo, nos dimos cuenta que éramos pocos. Jajambo estaba hipnotizado con la fogata. Los ojos grandes y cafés no pestañaban. Estaba quieto, inmóvil, con las manos en los bolsillos. Callado. Una de sus manos buscó algo. Sacó un puñado de billetes, unas doscientas lucas que tiró al fuego. "Si esta wevada no me da lo que quiero, entonces qué wevada me la da" dijo, enredando las palabras. "¡Qué wea!" gritó, subió a su camioneta Chevrolet, blanca, y arrancó levantando una nube de polvo.
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